Los años pasaron y el gran maestro, aquel que, con palabras de sabiduría, había iluminado el corazón de sus discípulos envejeció. Las blancas canas cubrían sus sienes, y a pesar de que su caminar aún era firme, su mirada reflejaba claramente el océano de eternidad hacia el cual su cuerpo lenta, pero inexorablemente se disolvía. -Soy pobre y débil, -dijo un día a sus discípulos, -pero vosotros sois jóvenes: Mi misión ha sido enseñaros. Es deber vuestro, por lo tanto, conseguir el dinero que vuestro anciano maestro necesita para vivir. -¿Cómo podemos hacer eso? -preguntaron los discípulos-. -Las gentes de esta ciudad son tan poco generosas que sería inútil pedirles ayuda. -Hijos míos -contestó el maestro-, -existe un modo de conseguir dinero, no pidiéndolo, sino cogiéndolo. No sería pecado para nosotros robar, pues merecemos más que otros el dinero. Pero, ¡ay!, yo soy demasiado viejo y débil para hacerlo. -Nosotros somos jóvenes -dijeron los discípulos -y podemos hacerlo. No hay nada que no hiciéramos por vos, querido maestro. Decidnos sólo cómo hacerlo y nosotros te obedeceremos.
A estas palabras, el rostro del maestro se iluminó de gozo. Sus ojos brillaron de bienaventuranza infinita y levantándose de su asiento se encaminó hacia su joven discípulo y abriendo sus brazos lo abrazó largamente. Luego poniendo sus manos sobre su cabeza lo bendijo diciéndole: Me doy por dichoso si uno solo de mis discípulos ha comprendido mis palabras. Sus otros discípulos, viendo que su maestro había querido ponerlos a prueba, bajaron la cabeza avergonzados. Y, desde aquel día, siempre que una indignidad les venía a la mente, recordaban las palabras de su compañero: Mi Ser Interior me ve. Así se convirtieron en grandes hombres, y todos ellos vivieron felices por siempre jamás. |
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